Nunca había deseado tanto estar de vuelta. Había pasado
demasiados años olvidando aquellos rostros, las voces que los acompañaban, esa
casa que siempre le pareció maldita. Y ahora estaba pasando sus últimos días
intentando volver allí, primero atravesando el frío en un tren, después
buscando quien le acercara unos pocos kilómetros más, y por fin se encontraba
en un viejo autobús renqueante por carreteras oscuras. Miraba a través del
cristal, la mirada siempre fija. Le rodeaban muecas de angustia y tristeza,
lágrimas. Silencio. No pensó en volver nunca, hoy era lo que más ansiaba.
No quedaría mucho combustible, esperaba que fuera el suficiente para que solo tuviese que andar un día.
Desandar tanta distancia, la misma que había interpuesto entre ellos y que se
le hacía su mayor enemiga junto con el tiempo, no sabía cuánto tiempo le quedaba.
Andaría ese camino con la mirada fija en un punto que le guiaba. Ansiaba un
hogar, el suyo.
Esos que ahora enmudecían y sollozaban, hacía no muchos días
habían estado llenos de ira. El egoísmo se veía en los ojos, la desesperación,
un enorme caos invadía cada rincón. Y tantos, tantos gritos. De quienes clamaban
al cielo, de quienes sembraban el terror, de quienes revelaban profecías, todos de
los que sentían dolor. Esos gritos y esa ira eran los que habían poblado la
primera parte de su vida, de la que había huido con la misma desesperación.
Ellos siempre habían estado en ese final, un final que nunca acababa de gritos,
insultos, peleas, lloros, escondites, miedo, terror y dolor. El final de todo
era un niño acurrucado debajo de una cama, con los oídos tapados e intentando
no respirar, con la mirada fija en un pequeño halo de luz que traspasaba una
rendija de la puerta.
Tenía la mirada fija, fija en esa luz. Fija en esa inmensa
luz anaranjada que crecía imperceptiblemente cada hora. Esa luz que le estaba
permitiendo volver a casa.